Como ya han dicho, existen leyes que restringen la venta de diferentes medicamentos y condicionan su venta a la aportación de una receta médica. No obstante, que la ley imponga esta medida no nos dice absolutamente nada respecto a su legitimidad. Una ley no se justifica moralmente a sí misma por el hecho de ser ley, ni hace que lo que en ella se imponga sea justo, coherente, ni respetuoso con los derechos fundamentales del individuo. Si fuera así, la persecución de los herejes por la Inquisición quedaría moralmente justificada, pues también había una ley cuyas disposiciones tipificaban su comportamiento como delictivo; en los países comunistas, la restricción de la compra de todo tipo de productos a un economato, a través de un sistema de vales "prescritos" por el estado, también quedaría justificada, pues una ley así lo estipulaba. Podría extenderme nombrando leyes ilegítimas, pero es innecesario, pues fácilmente cada uno puede buscar numerosos ejemplos en diversos países, tanto en el pasado como en el presente. Las leyes sobre prescripción de medicamentos, que imponen que éstos no se puedan adquirir sin que un médico nos otorgue su paternalista permiso como si fuésemos párvulos, ignoran el precepto fundamental de que cada individuo tiene una propiedad en su propia persona y, sobre su cuerpo, nadie tiene derecho alguno, salvo él mismo. No son más que un buen ejemplo más de ese tipo de leyes liberticidas hacia las que hay que mostrar el más profundo de los desprecios. Cada individuo ha de ser libre de utilizar su cuerpo como considere oportuno; comprar y usar los fármacos que estime conveniente, sin dar explicaciones ni que nadie tenga que otorgarle permiso alguno. Un derecho es un derecho, aunque el estado no lo reconozca como tal.
Algo tan simple como esto les cuesta entenderlo a muchas personas, que prefieren dejarse amamantar con la retórica imperante de que uno no es dueño de sí mismo y tiene que adaptarse a todo tipo de regulaciones e imposiciones absurdas que tienen como fin algo tan abstracto y poco concreto como el "bien social". En definitiva, la típica patraña colectivista. En este sentido, hay quienes sostienen que uno no puede ser dueño de su propio cuerpo cuando se trata de utilizar diversos fármacos que pudieran dañar su salud, porque la curación de las enfermedades que genere irán a cargo de un sistema sanitario público pagado por todos los ciudadanos y, en consecuencia, ya no sólo se perjudicaría a sí mismo. Esto, en mi opinión, no justifica en modo alguno esta restricción. Al contrario, lo que hace es poner de relieve que la injerencia del estado en la sanidad es una lacra insufrible e intolerable abocada al totalitarismo más orwelliano. Las bondades de la sanidad pública, esa institución tan indispensable y humanitaria, son como la manzana envenenada y llevan un "premio" escondido en su interior: la expropiación del propio cuerpo del individuo, que pasa a ser propiedad del estado, perdiendo sus derechos más básicos. Si el precio a pagar por la sanidad pública va a ser ése, entonces la sanidad pública es ilegítima y el argumento derivado de la misma ("no puedes hacer lo que quieras con tu salud porque los gastos los pagamos todos") está de más, es una falacia. En todo caso, aún aceptando la legitimidad de la injerencia estatal en la sanidad, tampoco se sostendría, puesto que muchas otras cosas que pueden ser perjudiciales y peligrosas ni siquiera se plantearía restringirlas bajo ese pretexto: simplemente se cubren los gastos que ocasionen. Con los fármacos se ha decidido seguir un planteamiento diferente no porque conlleven un nivel de peligrosidad más elevado, sino por pura conveniencia de cuerpos profesionales como los farmaceúticos y los médicos, que han hecho lobby al estado para que les otorgue todo tipo de prebendas, creando unas leyes monopolísticas a su propia medida, las cuales tratan de justificar con el absurdo argumento de la peligrosidad.
Hasta aquí, alguien podría afirmar que, pese a estar de acuerdo en todo lo dicho para fármacos que no sean antibióticos, los antibióticos representan un tipo de fármaco diferente, porque no es sólo que puedan dañar la salud del usuario, sino que son susceptibles de producir una externalidad, derivada del desarrollo de cepas resistentes a los mismos. Es decir, quien los use produciría un daño potencial a los demás, al contribuir a que tengan un riesgo mayor de verse infectados por este tipo de cepas. Sin embargo, para evitar esa externalidad, el precio a pagar es tan sumamente elevado (la expropiación del cuerpo del individuo) que es completamente inaceptable. No es legítimo que el estado obligue a un individuo a someterse a un examen médico, contra su propia voluntad, como requisito inexcusable para tener derecho a utilizar el antibiótico que necesita para curar una infección. Alguien que tenga una infección y, tras ir al médico, le receten antibióticos para curarla, ¿qué hubiera ocurrido si se hubiese negado a dar el consentimiento informado para que lo examinasen? ¿Sería legítimo que lo obligasen a dejarse examinar, si no da el consentimiento? Evidentemente no. ¿Por no dar el consentimiento tiene que pagar el precio de dejar que la infección vaya cada vez a peor? Evidentemente no. Hasta este punto se pretende ningunear la libertad personal. El individuo ha de poder decidir por sí mismo si quiere usar un antibiótico o no y, si esto produce una externalidad como cepas resistentes, habrá que aceptarla y mitigarla por otras vías. En realidad, la resistencia de las bacterias a los antibióticos es problemática simplemente porque no se han descubierto muchos antibióticos nuevos en las últimas décadas y esto, a su vez, no es porque sea muy difícil, sino únicamente porque no hay incentivos suficientes que permitan amortizar el gasto inherente al desarrollo de estos nuevos fármacos, por tratarse de tratamientos breves (paradójicamente, el racionar cada vez más el uso de antibióticos tiende a reducir estos incentivos más aún). Es ahí, y no en la libertad personal, donde habría que incidir: si se cree en la intervención del estado en la sanidad, desde la financiación pública; en caso contrario, en un libre mercado, el mercado tendería a resolver la situación del siguiente modo: en el momento en que la proliferación de cepas resistentes pase un umbral determinado, habrá una gran demanda de mercado hacia estos fármacos nuevos ya tendrán incentivos suficientes para desarrollarlos.
Por otro lado, la información que se difunde sobre la necesidad de usar antibióticos es deliberadamente engañosa. Se presupone que casi nadie con un cuadro catarral/gripal los necesita, pues se dice que esto es casi siempre causado por virus y el antibiótico a los virus no les hace absolutamente nada. Sin embargo, no se dice nada del hecho de que estos virus abren la puerta a la infección por bacterias y, aunque a los primeros no les afecte, el antibiótico sí que es totalmente necesario a la hora de curar la infección secundaria por bacterias que se produce. Quienes han pasado por múltiples cuadros de este tipo a lo largo de su vida, habrán podido comprobar directamente cuándo, al no usar antibiótico, empeoraban gravemente todos sus síntomas, aumentaba la fiebre, la infección invadía los bronquios, se veían obligados a convalecer en cama, etc. cómo se revertía la situación al comenzar a usarlo y cómo, en otras ocasiones, al utilizarlo desde un principio, evitaban desarrollar síntomas de tanta magnitud. Esa evidencia empírica de primera mano, repetida múltiples veces, da al individuo una capacidad de autodiagnóstico, de autoauscultarse desde el interior, que es reiteradamente silenciada mientras se sostiene el absurdo de que sólo el médico puede diagnosticar certeramente la infección. Claro, hay que considerar que el individuo es un idiota al que hay que hacer pasar por múltiples inconvenientes burocráticos e invasiones de su intimidad, antes de permitir que use lo que ya sabe de sobra que necesite para curarse. Y todo esto sin entrar ya en los casos de praxis médica deliberadamente dañina, donde el médico sabe de sobra que hay infección pero decide ir de justiciero por la vida e imponer su agenda de "utilizar los antibióticos sólo en contados casos" a costa de jugar con la salud del paciente, al cual decide dejar sin antibiótico como si fuese una cobaya: "voy a ver cuánto aguanta antes de permitírselo. Si desarrolla neumonía ya tendré tiempo de dárselo".
Por último, las/os farmaceúticas/os que se niegan a dispensar diversos medicamentos sin receta bien podrían argumentar que actúan de tal modo contra su propia voluntad, únicamente por el miedo a las sanciones que podrían legalmente imponerles y que, de no ser por la coacción impuesta por estas leyes, no tendrían problema en no exigir la receta que exigen. Podrían opinar que no es justo que se sienta desprecio o animadversión hacia ellas, pues sólo cumplen con una ley que les es impuesta coactivamente. Aunque esto sea así en cierta manera, y el responsable fundamental sea el estado mediante la imposición de mandatos coactivos, esta postura es bastante deshonesta habitualmente. Normalmente, cuando no dan los fármacos sin receta, están muy contentas de que las leyes sean las que son, están de acuerdo totalmente con esas leyes, a la vez que les encanta que el estado les haya dado la posibilidad de negar el medicamento al cliente e imponerle que vaya a un médico. Prácticamente, obtienen un placer casi sádico con la dosis de poder que se les ha otorgado y disfrutan dispensando su autoritarismo por doquier. Así que lo de "la ley me obliga" es un pretexto la mayoría de las veces. Además, salvo que renieguen de participar en las elecciones, si han votado a un partido político que imponga leyes de este tipo (todos los de nuestro panorama nacional, por definición), ya están mostrando su conformidad con las mismas. Enhorabuena.